El juego de Ender. Mentes nuevas para una nueva realidad.
En 1985, el escritor norteamericano Orson Scott Card publicó una novela de ciencia ficción, El juego de Ender, que acabó convirtiéndose en un inesperado best seller, no sólo en el mundillo del género, sino también entre toda clase de lectores. A raíz de ese éxito, su autor escribió otras tres novelas basadas en el personaje, componiendo una tetralogía a la que luego añadió otros siete títulos ambientados en el mismo universo.


Con el tiempo, los fans de la saga fueron creciendo en número, hasta llamar la atención de un Hollywood necesitado de ideas. Gavin Hood, el discreto realizador de X-Men Origins: Wolverine, ha sido el encargado de llevar El juego de Ender a la gran pantalla.
No he leído la novela, pero parece ser que el film es bastante fiel a su argumento. Nos encontramos en 2070; no hace mucho, la Tierra sufrió un intento de invasión por parte de una raza alienígena, los insectores, que logró ser rechazado en el último momento. Sin embargo, la humanidad teme un nuevo ataque, así que prepara una gran flota espacial bélica. Pero hay dos problemas: nadie entiende la forma de pensar de los insectores, y nadie ha librado jamás una batalla en el espacio. Para solucionarlos, el ejército se dedica a adiestrar a niños superdotados con el objetivo de que uno de ellos se convierta en el comandante en jefe de la flota terrestre.
Ese niño será Andrew Ender Wiggin, un genio de once años, y la película narra la fase final de su entrenamiento y la batalla definitiva contra los insectores. Pero nada es lo que parece, pues Ender ha sido en todo momento manipulado y engañado por los militares.
La película es distraída, aunque también un tanto desangelada por la mediocre dirección de Gavin Hood, que no logra sacar todo el partido posible al interesante material que maneja. Los efectos especiales y el diseño de producción son correctos, al igual que la interpretación de sus dos secundarios de lujo, Harrison Ford y Ben Kingsley. Pero lo más destacable es el trabajo del jovencísimo Asa Butterfield en el papel de Ender, que consigue hacer creíble a su personaje gracias a la mirada más adulta que he visto en un niño. Él es el alma del film y su mayor acierto.
No obstante, El juego de Ender propone algunas ideas interesantes que van más allá del mero espectáculo. En concreto, la necesidad de emplear mentes jóvenes para impulsar la innovación y adaptarse a contextos nuevos, y la manipulación de esas mentes por parte de los representantes del “antiguo orden” que aún conservan el poder.
Y, en cierto modo, ésa es la actual situación de la publicidad. El modelo tradicional de agencia ya está superado, y no sólo por el desarrollo tecnológico y la digitalización, sino también por el profundo cambio en las necesidades de los clientes. Lo que a menudo implica cumplir con múltiples, variados y a menudo cambiantes objetivos, que requieren innovación en la estrategia,  en la idea, en su ejecución y por supuesto en su difusión. Estrategias e ideas que, como en el caso de Ender, han dejado de ser bidimensionales y deben adaptarse a un universo tridimensional con múltiples puntos de contacto que se activan en todos los sentidos.
Para afrontar esa nueva realidad, las agencias reclutan talento joven digital adaptado a ese entorno desde la infancia, pero lo integran en una estructura de agencia tradicional con la pirámide jerárquica de siempre, la cúspide ocupada por los representantes del “antiguo orden” y la rigidez de una estructura que ya no funciona.
Las agencias que premian la innovación son las que favorecen la verdadera integración del talento, y no sólo de las ideas, en estructuras horizontales colaborativas. Estructuras en las que la información fluye democráticamente, en las que sólo se comete un error cuando no se aprende nada de él, en las que se favorece la discrepancia y la fusión de  lo nuevo con lo tradicional. Esta es la nueva realidad a la que nos enfrentamos, ¿hay un reto mejor para una mente nueva?